Miguel Ángel Ferrer firma sus mensajes de Whatsapp con una copa de vino y una hogaza de pan. No es solo por afición a los alimentos tradicionales, es que en ellos está su medio de vida. Heredero de una larga estirpe de mujeres panaderas y hombres de campo, él es el único de la familia que eligió quedarse en Jaraguas. Mantiene el viejo horno de leña en el que elabora panes y dulces reconocidos en toda la comarca y, desde hace unos pocos años, lanza desde su propia bodega una limitada pero interesantísima producción de buenos tintos.

Él nunca se ha arrepentido de quedarse en el pueblo. Al contrario, se siente un privilegiado que puede disfrutar de ese ritmo calmado que se respira en Jaraguas y que solo se acelera algunos días de verano, cuando el lugar se llena de veraneantes. Después de todo, a este hombre le gustan sus dos oficios y le gusta su tierra. Le gusta ver crecer a sus hijos en ese lugar y disfruta cuando los ve salir de la escuela felices porque hoy van a recoger la aceituna. Su mujer siente a veces que les está restando oportunidades a esos niños por estar instalados en una población de tan solo 160 habitantes, pero Miguel Ángel considera, al contrario, que se trata de una gran oportunidad de la que disfrutan pocos chicos. En cualquier caso, el año que viene irán cada día al instituto a Utiel y cambiará el día a día de toda la familia.

Hornero por tradición familiar

El imponente horno que muestra orgulloso Miguel Ángel se instaló en el local familiar en tiempos de sus abuelos. El oficio del pan lo ejercía su abuela, que había heredado el saber de generaciones anteriores; pero fue el abuelo, albañil, quien preparó el lugar y llamó a un especialista constructor de hornos para que montara aquel gran artefacto metálico en el sitio. Hoy todo sigue funcionando como entonces: la leña abajo y, ante la puerta, el gran volante que hace girar la superficie caliente en la que se cuece un pan de calidad, de ese que se hace con prácticas tradicionales, dando tiempo a la fermentación, y que en las grandes ciudades se vende con mucho bombo y platillo. El panadero muestra la mercancía de hoy: pan de trigo duro y pan candeal, pan con pasas y manteca, magdalenas en molde cuadrado y empanadillas. Y muestra también su único secreto: trabajar con buena materia prima, sin prisas y con masa madre a la que le añade un ligero toque de miel para evitar que el pan tenga ese gusto ácido que resulta desagradable para parte de la clientela.

En Jaraguas hubo tres hornos, pero a medida que la población descendía, fueron cerrando uno tras otro. Quedó solo el de Ferrer, que trabaja con intensidad en verano y baja de ritmo en otoño e invierno. Entonces comienza a vivir intensamente en su otro oficio. Porque, desde 2013, completa su actividad elaborando vinos en una pequeña bodega familiar.

Bodeguero de la escuela más reciente

Como tanta gente en la comarca, la familia de Miguel Ángel Ferrer tenía algunos viñedos que cultivaban entre todos sin abandonar sus correspondientes oficios. Luego, lo habitual era llevar el fruto a bodegas ajenas o a una cooperativa. Sin embargo, con un hermano botánico y otro enólogo dispuestos a ayudarle, el panadero decidió convertirse también en elaborador de vino. Y es que, en vista de que la región se está decantando por los grandes caldos con buenos resultados, los Ferrer decidieron que eso era lo mejor que podían hacer con las vides de bobal, tempranillo y tardana. Son cepas de entre ochenta y cien años cultivadas en ecológico y con bajo rendimiento, pero una fruta de excelente calidad. Cepas que son el mejor secreto de su vino. Por eso han llamado Endemic a su vino, al que en su sitio web describen por el modo de cultivo: viticultura de conservación.

Según los modernos parámetros deberíamos decir que estamos ante una bodega de garaje, por el tamaño que tiene. Aunque no es un garaje sino una pequeña construcción dentro de la misma parcela en la que se retuercen esas vides podadas en vaso. Allí, dos pequeños depósitos de acero inoxidable y unas cuantas barricas de roble obran el milagro de la mano de los hermanos Ferrer y se convierten en 1.200 botellas de vino cada temporada que expresan toda la fuerza de este territorio, todo el sabor del paisaje. Son pocas botellas pero, gracias a las excelentes críticas que reciben, acaban en manos de restauradores de calidad o en las cavas de unos pocos entendidos. Son pocas botellas, sí, pero con el poder de conseguir que este paisaje y este pueblo sigan vivos.

 

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